Ver lo conocido pero convertido en arte es la concesión que algún dios ha dado a los antropólogos. Asistir en La Arena, pueblo de Piura, a la fiesta de difuntos el día dedicado a los niños, me produjo la natural sensación de cariño y tristeza cuando madres de toda edad, vestidas de riguroso luto, escogían en la multitud que acude a la plaza o al cementerio, a aquellas familias que llevaban a sus menores, desde recién nacidos hasta los diez o doce años, para cumplir con la ceremonia que gratificaba a todos niños difuntos, pero en especial a los que habían sido suyos.
Un tipo de pan dulce se amasaba para ese día, y la miel de chancaca circulaba por todo el pueblo, para completar el rito. Las madres dolientes, se acercaba con toda naturalidad a las que llevaban, cargados, o de la mano a sus hijos. Su pedido era recibido con agradecimiento, para que el niño o la niña recibiesen en la boca un pedazo de ese pan endulzado. Así la de negro alimentaba a su hijo, que convertido en picaflor del más allá, recibía el néctar de su madre.
No importaba que el fallecimiento hubiese ocurrido días, años o decenios atrás, ni tampoco era importante la edad del difunto. Quien recibía la ofrenda asumía por un momento, o quizá todo el día, la personalidad de hijo perdido. La aceptación de la madre de quien consumía la miel, nacía de la terrible certeza de que algún día sería ella la de vestida de luto, porque nada garantiza la vida en un país que todavía no aprende a proteger a sus hijos.
Hay pueblos en los que el dolor es más fuerte que la esperanza, en varios lugares de Ayacucho recogí la pavorosa tradición que los niños muertos, convertidos en colibríes (qentikuna en quechua), visitan a su familia o allegados, y que su presencia no es recibida con agrado, porque resulta ser el anuncio de muerte para uno de sus miembros. Algo similar a los duendes, que en varios lugares del Perú, que no son otra cosa que los infantes muertos al nacer, o productos de aborto, o del filicidio, por eso es que en la oscuridad de la noche atacan de preferencia a las mujeres jóvenes, buscando en ellas la leche materna que les fue negada.
La relación picaflor-muerte no es la primera vez que ingresa al arte, no mucho años atrás José María Arguedas nos regaló el poema que trascribimos a continuación:
Pukullu ukupi
verde siwar genti
chaupituta hora
waqaqmasillay
rogaykaysiway
adoraykaysillaway
ama hina kaychu
orqopa sonqonpi
wiñaskaykita
Dentro del pukullu
picaflor, esmeralda verde
a la media noche
mi compañero en el llanto
ayúdame a implorar
ayúdame a adorar
no te niegues,
en el corazón de la montaña
tú creciste
Arguedas usa deliberadamente la voz pukullu que puede traducirse como “lugar donde se colocan las momias”, enfatizando la relación del avecilla con los cuerpos embalsamados de los incas, porque el sentido de preservación indicaba el pensamiento de la nobleza que rehusaba la muerte, para asumir la inmortalidad bajo la forma de momias u otras representaciones.
Luego de las festividades que seguían a la despedida del ser vivo, los nobles cuzqueños no morían, pasaban a otra forma de existencia que les permitía seguir interviniendo el juego de poder que se desarrollaba entre las diez o doce familias nobles que gobernaban el Tahuantinsuyu. Cada familia de los ahora “mallkis” (en referencia a su cuerpo de contextura leñosa como la de un árbol) mantenía la residencia, servidores y mujeres del Inca muerto, el nuevo monarca tenía que construir su propio caudal de territorios que traían consigo nuevos trabajadores, para competir con el lujo y prestigio militar de sus predecesores. Iba a empezar a gobernar un imperio que vivía bajo la constante presión de su clase noble que exigía nuevas conquistas para satisfacer a las “panakas” o grupos familiares, cuyos antepasados “vivos” nunca se sentían satisfechos. No es extraño entonces que las plumas del colibrí fueran codiciadas para adornar los símbolos imperiales de poder, dado que transmitían ese halo de inmortalidad que en tiempos coloniales si divulgó como el animal que revivía después de cada invierno.
No eran diez momias, eran muchas más porque cada muerto, aparte del envoltorio que contenía su cuerpo, se le construían otros “bultos”, así lo llamaron los españoles , que se hacían en vida conteniendo las uñas y cabellos que se recogían cuidadosamente, para depositarse en “bultos” similares a los que contenían el cadáver real del inca difunto, o bien era una piedra consagrada por el especialista religioso la que estaba en medio de las finas telas que constituían en adelante el wawqe o hermano del noble, lo que le daba la oportunidad de estar en varios lugares al mismo tiempo, incluso después de muerto.
Esta vocación de eternidad y su relación con el picaflor no es una creación de los incas, siglos atrás
Incluso entre el año 100 y 600 dC otras sociedades, como los nascas, habían delineado en lo que ahora es el departamento de Ica, una serie de gigantescos dibujos entre los que destaca un picaflor cuyo pico apunta al mar, como señalando la deidad que engloba la tierra y a todos los seres, el monstruoso vientre lleno de vidas, donde flota nuestro mundo visualizado como un plato de cerámica.
Todos los días, el sol se hunde en sus olas para reaparecer mojado por las aguas salobres que le da un color rojizo a su aparición, parecido al de su atardecer. No es extraño entonces, como me lo recuerda mi colega Victoria Castro desde Chile, que las vasijas con picaflores pintados en su superficie, provengan en su mayoría de las tumbas.
¿Cómo dar forma estética moderna a esta compleja situación en que la madre y el niño, estrechados por el amor y la violencia se reclaman con vehemencia, con un mediador igualmente bello?
Lucy ha conseguido la fórmula que permite combinar la ternura y belleza del seno materno, con la miel de sus flores y la presencia, incluso holográfica, del picaflor.
Me encantaron los relieves del ave en papel japonés, por la calidad tridimensional de sus cuerpos, que parecen querer escapar de sus marcos, pero si puedo elegir uno, me quedo con aquel que abre sus alas sobre papel rosaspina que está recostado sobre las tintas y el collage. Caí también en el embrujo de los senos de las madres en papel japonés y resina, rodeadas por las ramas del guaranguillo, que crea una barrera al observador, como diciéndonos que son propiedad de los niños representados por los picaflores y que las espinas nos recuerdan la fiereza con la que defenderán su patrimonio.
Justamente la versatilidad de las representaciones que nos ofrece Lucy, nos recuerda que la precepción del ave es universal, como si quisiera retratar otros mitos el pequeño, pero valeroso animal. Cuentan los mayas que cuando se formó el mundo, los dioses usaron barro y maíz para modelar los animales, plantas o piedras, y dieron tareas específicas a cada una de sus creaciones, pero en el recuento final advirtieron que ninguno de ellos había recibido la función de llevar los pensamientos y deseos de unos a otros. No era fácil remediar el olvido porque se les había acabado la masa que los generaba, así que decidieron tomar una piedra de jade y hacer con ella una flecha, a la que dotaron de plumas y el picaflor partió volando a cumplir su cometido.
Ha sido también el ave más importante en el panteón de los aztecas. Huitzilopochtli (colibrí del Sur) nació de la Madre Tierra que quedó embarazada por una bola de plumas que cayó del cielo. Nació ya vestido de guerrero y presto a derrotar a sus enemigos, con lo que se alude a la fiereza del ave, que no vacila en atacar a otras mucho mayores, cuando invaden sus espacios, sin percatarse que se van enfrentar a quien por poseer un vuelo también vertical, será difícil de combatir y que no vacilará en usar su pico para cegarlos.
Luis Millones