Una serie intrincada de nervaduras rojas, una ramificación obsesiva como un bordado, como las ramificaciones en el tejido de un árbol: rojo sangre, tanto, que al primer impacto me sorprendió no encontrar en estas obras de Lucy Jochamowitz una representación dramática, la encarnación trágica de un gesto violento. Nada más equivocado en el caso de la pintura de Lucy, donde el rojo, color omnipresente, lleva en sí el pensamiento de la vida, la sangre que corre veloz, invasora y enérgica. Yo siempre he asociado aquel color y aquel fluido al resultado de una herida. Recuerdo mi turbación de niño al descubrir la existencia del ciclo menstrual femenino: flujo de sangre que no es el resultado de un contraste, un desgarre, sino, en realidad, la señal más palpable y natural de la vida, de su transmisión. En Lucy Jochamowitz es linfa en continuo movimiento, signo inconfundible de vitalidad que evoca símbolos, mitos y tradiciones que se entrelazan: pienso en las pinturas rupestres donde las figuras cobran vida del color rojo y en los neandertales que rociaban a sus muertos tiñéndolos de rojo en un último intento por cancelar la palidez de la muerte. O en el mito de la Medusa que narra Ovidio: de la cabeza cortada fluye sangre fértil de la cual nacen serpientes primero y, luego, al ser posada tiernamente por Perseo sobre un lecho de hojas y ramos, bellisimos corales.
No sorprende que en el trabajo de Lucy se entrelacen ecos de épocas primitivas, del mito clásico y de la simbología cristiana. Símbolos y expresiones tienen sus raíces en una realidad ancestral, de donde emergen confundidos entre ellos, cargados de significado.
Ha escrito Roberto Carifi: "en estos tiempos, deshabitados de lo Sagrado, en la época de la pobreza nihilista, la poesía tiene la tarea de invocar a la divinidad, tarea urgente y difícil. Y de poesía se trata en la obra de Lucy Jochamowitz, de un llamado poético a lo remoto, a las arcaicas presencias que todavía nos hacen señales desde lugares lejanos de la memoria y del tiempo".
Perder la testa, el título de esta nueva exposición, no es simplemente llamar al desbande, a la locura, a la alienación que la sociedad contemporánea conlleva. En el trabajo de Lucy hay siempre una cualidad positiva; así, en el desmembramiento de los cuerpos se evoca la idea de la muerte para un renacer: hay algo liberador, un pasaje explosivo hacia una nueva perspectiva, una elevación, un crecimiento. Es como si una puerta se abriera de improviso de par en par o como si apareciera un vientre con nuevas vísceras que toman direcciones imprevistas para formar una nueva unidad inesperada, salvadora.
En todas las culturas, incluso en la simbología cristiana, es necesario morir para renacer. Es inevitable no pensar en la Madonna del Parto de Piero de la Francesca donde la virgen oronda, con su amplia falda y un gesto muy humano, sostiene y calibra el peso de su vientre; una mano está apoyada en la cadera y la otra abre el vestido, una fisura clara y luminosa: la apertura que engendra. Dos angeles a cada lado, simétricos, abren una cortina como el telón de un teatro, una sagrada representación de la mujer tabernáculo, guardiana de la vida y de la muerte. Sobre las cortinas, hay granadas estilizadas como una premonición de la pasión de Cristo. El fruto lleno de semillas rojas es como un vientre lleno de vida y vísceras: pulpa jugosa y fecunda lista para derramarse por la grieta madura. El mito anterior al cristianismo relataba cómo la granada nació de la sangre de Dionisio descuartizado por los Titanes; tambien aquí, una vez más, una muerte cruenta, sangre, el renacer.
Siempre la misma idea de renovación en las grandes fisuras recurrentes en los trabajos de Lucy Jochamowitz: la apertura como una herida, como una almendra, la misma que, usada por la tradición, muestra un contenido valioso defendido por una envoltura durísima casi impenetrable. Vagina estilizada, la perfección de un ciclo completo e inexorable; guardiana de secretos eternos como aquel de la Madona sobre la Puerta de la almendra en la catedral de Florencia.
No solamente mito y religión se encuentran en los temas y símbolos comunes. También los ritos. Pocos días atrás discutíamos con Lucy sobre los ritos de iniciación que describe Mircea Eliade. Un común denominador es la transición a la pubertad con la llegada de la menstruación: las niñas son temporalmente segregadas de la colectividad e instruidas en la vida adulta; todo está determinado por el ciclo lunar, en secreto, un secreto sagrado. Se produce un cambio radical en la vida, una muerte del pasado, se aprende a tejer y a generar como las Parcas. En el mundo civilizado la necesidad de la iniciación se ha perdido, pero continúa en el mundo onírico, grabado en el ADN que revela la perenne necesidad de renovación. El arte es un intento último por lograr un renacer, por entablar un contacto con lo sagrado o percibir, al menos, un fragmento de ello.
El ícono privilegiado en las obras de Lucy es la falda, símbolo de la sociedad matriarcal donde la divinidad es femenina: la Gran Madre capaz de dar a luz nuevas generaciones y, al mismo tiempo, protegerlas bajo el templo de su vestido, como una carpa india. Falda que es capilla del placer y del nacimiento, refugio en los juegos de la infancia cuando, cansado de correr, el niño sumerge su rostro cansado entre los plieges perfumados de la falda-pirámide sacra y misteriosa, la misma de las vírgenes ídolos, las Madonas veneradas en España y América del Sur, tiernísimos ídolos confortadores del culto popular. Al mismo tiempo, evocan a la mujer vestal, guardiana del hogar, artífice de los eventos domésticos, que en los bolsillos de su vestido conserva las llaves para todas las puertas; los cerillos para encender el hogar son el misterio nunca revelado de la vida, los óvulos infinitos generados por las continuas metamorfosis del tiempo. De esos mismos bolsillos he visto aparecer escaleras, escaleras apoyadas, unión entre cielo y tierra, la posibilidad de ascender, de comunicarse con lo divino, de entrar en contacto con un mundo superior y mágico. He visto faldas que parecían volcanes listos a erupcionar: en una tensión silenciosa, la señal de una fuerza ardiente, vigorosa, inminente e irrefrenable.
La falda misma puede estar hecha de ramas, ese intrincado rojo que lleva la linfa, la sangre. Es Santa Lucía que, esta vez, es ídolo que lleva en la mano el plato con sus ojos como ofrenda: la virgen que se salva de la violación, que vence a la violencia y sacrifica sus ojos para ver más allá de lo terreno, más allá del mal y del dolor. Su sueño penetra la oscuridad y conoce lo divino, su impronunciable belleza. Lucía porta una revelación, da luz con su paso salvador; en esta noche oscura, es ella quien sabe distinguir y quien encierra a todas las otras presencias, asumiendo diferentes formas cada vez. Es una joven en equilibrio sobre la cuerda floja llevando la luz, la creación que es juego, riesgo, inquieto proceder en los mares impredecibles.
Lorenzo Nannelli Firenze, junio 2012